EE.UU., 1975. Dir: Jack Starrett. Intérpretes: Peter Fonda, Warren
Oates, Loretta Swit, Lara Parker, R.G. Armstrong, Clay Tanner.
Producción: Paul Maslansky (Saber Productions/20th
Century Fox). Guión: Lee Frost - Wes Bishop. Música: Leonard
Rosenman. Fotografía: Robert Jessup. Montaje: John Link. Duración:
88 minutos.
El concepto es el concepto
Frank Stewart ha
alcanzado un cierto éxito en el mundo de los negocios tras abandonar
las carreras de motos todoterreno. Roger Marsh trabaja como piloto
para su escudería. Tras varios meses de recorrer circuitos, deciden
alejarse de las presiones diarias y embarcarse en un recorrido por la
América profunda a bordo de la autocaravana último modelo del
primero. Su destino: Aspen (Colorado). Se llevan consigo sólo lo
imprescindible: las motos, sus mujeres y un gato. Si hubiesen tenido
tiempo suficiente para ver más películas, sabrían que adentrarse
por carreteras secundarias y hacer un alto en un paraje solitario
nunca es buena idea.
Os debo una explicación
El cine de explotación
se ha caracterizado siempre por exprimir hasta la última gota de
sangre a cada uno de los éxitos del momento. Y los años 70 fueron
pródigos en todo tipo de filones para el cine de género más
comercial: los últimos coletazos de la utopía hippy, el
terror rural o American Gothic, el cine catastrófico, las
películas de rape and revenge (violación
y venganza), la omnipresencia del mal y el satanismo, las cintas de
acción motorizada (en vehículos cada vez mayores, de las motos de
“Los Ángeles del Infierno” a los camiones de “Convoy”,
pasando por los deportivos de “Gone in 60 seconds”), el
blaxploitation, el sexo progresivamente explícito, las
cárceles femeninas, los caníbales, los experimentos nazis, las
reconstrucciones retro, los justicieros urbanos, los
deportes extremos, las criaturas mutantes, las space-operas de
saldo, las enfermeras cachondas... En fin, las temáticas habituales
si repasamos las producciones de Roger Corman para New World o
de cualquiera de sus aventajados discípulos.
En ese contexto, “Carrera
con el diablo” destaca, sobre todo, por la desfachatez con que
combina varias de esas modas coyunturales, con espíritu claramente
explotativo, pero aún así manufacturando un producto que no solo
entretiene sobremanera, sino que resulta enormemente revelador de las
derivas de la sociedad estadounidense en la década de los 70.
Comienza como un nuevo paso en la senda abierta por “Easy Rider”,
la búsqueda de la libertad a lomos de un vehículo. Este hecho se ve
reafirmado por la presencia del Capitán América (Peter
Fonda) himself , pero
pronto se aleja de ese camino como reflejo distorsionado del trayecto
de sus protagonistas y se sumerge en territorios del satanismo, con
la irrupción de un aquelarre en pleno paisaje bucólico. “Wicker Man” no anda demasiado lejos. Enseguida la adoración al diablo
deja paso a otros elementos argumentales relevantes: no poder confiar
en las autoridades (reflejo del cuestionamiento del poder habitual de
la contracultura), sentir la paranoia de ser observados y amenazados
por todo y todos, o la vuelta a la naturaleza como retorno a los
orígenes violentos del hombre, un poco a la “Deliverance”. Todo
ello aderezado con persecuciones automovilísticas, peleas en bares
de carretera, serpientes, algo de country
y el recurso a las armas como única vía de supervivencia para unos
personajes abocados a un kafkiano
callejón sin salida. Un batiburrillo que, a la postre, resulta muy
estimulante, porque la acumulación de citas/plagios en lugar de
restar, suma significados a una obra que, sin ser perfecta (tampoco
hace ningún esfuerzo por pretenderlo), ha aguantado mucho mejor el
paso del tiempo (si somos capaces de pasar por alto ciertos
estilismos setenteros, como el omnipresente abuso del zoom,
o algún maniquí que otro demasiado obvio) que obras mucho más
reputadas, consideradas y premiadas, pero nacidas ya con fecha de
caducidad en el envase.
Todos somos contingentes, pero tú eres necesario
Los protagonistas de la
cinta, Peter Fonda y Warren Oates, son dos de los mejores, y más
infravalorados, actores de su generación y venían de protagonizar
algunos de los títulos más interesantes del “otro” Hollywood.
Les acompañan R. G. Armstrong, alejado por una vez, aunque no
demasiado, de su habitual papel de violento fundamentalista a las
órdenes de Sam Peckinpah o Henry Hathaway, y Loretta Swit, en un
interesante desvío de su papel de enfermera jefe “Morritos
Calientes” Houlihan en la clásica serie televisiva "M*A*S*H".
Todos ellos aportan una (muy necesaria) credibilidad a las
progresivamente enrarecidas desventuras de sus personajes.
El hijo de Henry Fonda
enseguida se desmarcó de la senda que le parecía destinada en
Hollywood y, apartándose de la alargada sombra de su progenitor (en
la misma línea que su hermana Jane), se convirtió en todo un
símbolo de la contracultura estadounidense, gracias a títulos como
“Los ángeles del infierno” (1966), “El viaje” (1967) y,
sobre todo, la seminal “Easy Rider” (1969). Durante el primer
lustro de los 70 continuó circulando en los márgenes del sistema en
títulos como “La última película” (1971) o “La indecente
Mary y Larry el loco” (1974), pero el fracaso de algunas de sus
películas, como su apreciable debut como director, “Hombre sin
fronteras” (1971), “Encuentro en Marrakech” (1973), fallido
acercamiento a los postulados estéticos de la nouvelle vague
de Robert Wise, y la desastrosa y oportunista secuela de ”Almas de
metal” titulada “Mundo futuro” (1976) marcaron su declive entre
público y productores, viéndose obligado durante más de dos
décadas a malvender su talento en productos alimenticios o
comercialoides, hasta su resurrección con “El oro de Ulises”
(1997), nominación al Oscar incluida, que le ha permitido
relanzar su carrera, aunque casi siempre a la sombra de su mayor
éxito “buscando su destino”.
El eternamente desgarrado
y desarraigado Warren Oates, curtido por años de televisión y
secundarios astrosos en westerns de medio pelo, encontró en
Sam Peckinpah la guía que habría de convertirlo, algo tardíamente,
en uno de los actores más brillantes de los 60 y 70, alcanzando un
estatus de culto. Tras intervenir en sus series televisivas “El
hombre del rifle” y “The Westerner”, su papel como uno de los
malvados hermanos Hammond en “Duelo en la alta sierra” supondría
el primer eslabón en una serie de personajes secundarios a las
órdenes de Peckinpah ("Mayor Dundee", "Grupo salvaje") que culminaría
con su único, e inolvidable, protagonista, en “Quiero la cabeza de
Alfredo García”. Pronto pasó a alternar papeles en títulos
comerciales ("En el calor de la noche", "El regreso de los siete
magníficos") con producciones independientes de gente del calibre de
Monte Hellman ("El tiroteo", "Carretera asfaltada en dos direcciones",
"Cockfighter") o Terrence Malick ("Malas tierras"). Su temprana muerte a
a principios de los 80 puso punto final a una carrera marcada por el
riesgo y que sigue pendiente de una más que merecida reivindicación
crítica.
El director, Jack Starrett, había comenzado su carrera como actor, encasillado en
películas de moteros como "The Born Losers", "Hells Angels on Wheels" y
"Angels from Hell", pero pronto debutó tras las cámaras con "Corre,
ángel, corre" y se especializó en títulos de acción motorizada y
westerns, alternando la televisión y el cine. Además de episodios
de series tan populares como "Starsky y Hutch", "El sheriff chiflado" o
"Canción triste de Hill Street", destacan en su filmografía un par de
blaxploitations ("Cleopatra Jones", "Operación Masacre"), el interesante actioner con guión de Terrence Malick "The Gravy Train" y la
miniserie crepuscular "Mr. Horn", con David Carradine. Con cierto
oficio para el cine de acción, la filmografía de Starrett como
director, nunca demasiado considerada, siempre dependió mucho del
material de base. Cuando contó con guiones interesantes, supo
sacarles buen provecho. Y en el caso de “Carrera con el diablo”,
tuvo la ventaja de que su guionista fuese el padre de la cosa con dos
cabezas, el inefable Lee Frost...
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